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Serrano Poncela y su pasión por la literatura

Por José Santos Urriola
(Tomado de Atlántida, Cuadernos de la
División de Ciencias Sociales y Humanidades,
Año IV, Nro. 8, marzo 1977)

Conocí a Segundo Serrano Poncela cuando mediaban los años sesenta. Era éste, para entonces, un país desgarrado por sombrías violencias que apenas comenzaban a menguar. Pocos andaban dispuestos, por esos días, a entretenerse en cosas de literatura. Sin embargo, también en el siempre movedizo terreno de las letras, debía uno aferrarse a la vida. Por eso, quizás unos cuantos profesores del Instituto Pedagógico de Caracas, elaborábamos bastante por iniciativa propia y un tanto por la del Ministerio de Educación el nuevo programa para el segundo ciclo de media.

Creíamos, como ahora, que el texto literario podía constituirse en azarosa pero fecunda vía para ahondar en la propia interioridad, para redescubrir el mundo circulante, para encontrar alguna forma de solidaridad humana. Pensábamos, como hoy, que por allí había ocasión de buscar en la identidad del pueblo venezolano, de ubicarnos en la nación hispanoamericana, de concebir la Gran Patria común que no excluyese a España. Todo ello, iba y venía, en ardorosos diálogos, en reconcentrados silencios, en labores meridianas y nocturnas, impregnadas de café, de tabaco y de cambiante humor.

Un día, alguien sugirió la posibilidad de invitar al profesor Serrano, de la Universidad Central. A la próxima sesión, breve, pulcro, seco, acerado, chispeante, estaba don Segundo con nosotros. Se integró sin dificultad al equipo. Almorzamos juntos. Se comentó largamente un cuento suyo, aparecido, si no falla la memoria, en el papel literario de "El Nacional", cuando lo dirigía Picón Salas. Había allí, en el relato, un homúnculo prisionero en una retorta, desde donde se quejaba de la tiranía de su amo: Serrano Poncela . . .

Después tuve el privilegio de trabajar muy cerca de Serrano en los días iniciales de la Universidad Simón Bolívar. Admiré en él tres cosas: la pasión por la literatura, la fe en el trabajo que tenía entre manos y el amor por Rodolfo, su nietecito. Me dicen que el Profesor murió rememorando versos de nuestra más alta tradición poética. Quiso que en su epitafio constara su amor, obras son amores, por Venezuela. Y ahí está Rodolfo, en pie, frente a la vida.

La Muerte de un Maestro
Por Francisco Belda
Profesor jubilado del Dpto. de Lengua y Literatura de la USB

Era un español de la España peregrina. Formó parte de ese luminoso grupo de la intelligentsia que la dictadura aventó de la Madre Patria, y que se extendió por toda Hispanoamérica entregando a ésta los mejores frutos de su madurez intelectual. Segundo Serrano Poncela llegó a Venezuela, como había llegado Pi Suñer, García Pelayo, García Bacca, Granel, Sánchez Covisa, Graces y tantos otros, para dedicar a esta tierra sus esfuerzos, su sabiduría su vida toda; para colaborar con su magisterio en el desarrollo cada vez más acelerado de un país que se estaba metamorfoseando de una sociedad agraria y pastoril, a otra industrial y moderna.

Todos fueron y son maestros. Tomaron como misión la enseñanza y difusión de sus conocimientos. Usaron y usan su inteligencia en una profesión que muchos juzgan ingrata pero que es la que en todas las épocas y en todas partes ha sido, mas que ninguna otra, la que ha hecho avanzar la civilización.

Serrano Poncela llegó a Venezuela contratado como profesor de Historia de la cultura Teoría Literaria y Literatura Española, por la Universidad Central de Venezuela. Antes había vivido en Estados Unidos y en Puerto Rico, donde también había enseñado esas asignaturas en diversas universidades, y ya había publicado una buena cantidad de obras en editoriales tan prestigiosas como Seix Barral, Losada y el Fondo de Cultura Económica. En Venezuela siguió su labor de maestro y de investigador en la Escuela de Letras de la UCV, hasta que se funda la Universidad Simón Bolívar a donde fue llamado por su rector, el doctor Ernesto Mayz Vallenilla, para que organizara la División de Ciencias Sociales y Humanidades y los Estudios Generales, que tanta importancia habían de tener en la nueva concepción del técnico humanista, que propugna esa universidad. Serrano Poncela se dedicó sin descanso a ambas tareas; como director de la División y decano de Estudios Generales elaboró los planes que habían de integrar, las asignaturas humanísticas a las científicas; dirigió personalmente por un tiempo el Departamento de Lengua y Literatura; siguió dando clases, primero en pregrado y luego en los cursos de postgrado, y a pesar de la carga que significaba la realización de todas esas actividades, no abandonó nunca sus estudios e investigaciones, así como tampoco la literatura narrativa, que cultivó toda su vida: en los últimos años publicó dos libros más, una novela y una obra de teoría literaria.

Serrano Poncela fue uno de los mas importantes críticos y estudiosos contemporáneos de la literatura. Sus libros sobre Unamuno, Machado y Dostoiewsky los autores a los que dedicó su mayor interés así como sus otros trabajos han hecho su nombre conocido en todo el ámbito de nuestra lengua y también fuera de él; sus novelas y cuentos le han dado un puesto destacado entre los autores en lengua española de la narrativa contemporánea. Pero a lo que dedicó lo mejor de sus esfuerzos, lo que siempre tuvo en primer lugar, fue su actividad pedagógica. y en la Universidad Simón Bolívar, de la que fue fundador, vio la realización de sus mejores sueños. Ya cercana la muerte y sabiendo que esta venía dictó a uno de sus amigos, también profesor de la misma universidad, la inscripción que deseaba que pusieran en su lapida: "Aquí yace el profesor Segundo Serrano Poncela. Profesor de la Universidad Central de Venezuela y fundador y profesor de la Universidad Simón Bolívar, a la que entregó los últimos años de su vida. Ha muerto con la esperanza de que ésta última sea una semilla nueva para la futura Venezuela y sea recordado como ejemplo de sacrificio y amor por la futura Venezuela. Nació en Madrid en 1912 y murió en esta ciudad en 1978".

Murió serenamente, como cuenta Platón que murió su maestro Sócrates: conversando con amigos y discípulos sobre la vida y la muerte, y sus últimos pensamientos fueron para una nueva juventud, que él contribuyó a formar, ideal que lo mantuvo sacando fuerzas del espíritu en su puesto de la universidad hasta poco antes de su muerte.

Los que conocemos su obra y presenciamos el valor con el que, durante meses, espero la muerte, sin abandonar su trabajo universitario, podemos decir con Jorge Manrique:

“...que,
aunque la vida
perdió,
dejonos harto
consuelo
su memoria”

 

 


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